Baudrillard – Cultura e Simulacro

Excertos da tradução espanhola de Pedro Rovira

Si ha podido parecemos la más bella alegoría de la simulación aquella fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio (aunque el ocaso del Imperio contempla el paulatino desgarro de este mapa que acaba convertido en una ruina despedazada cuyos girones se esparcen por los desiertos —belleza metafísica la de esta abstracción arruinada, donde fe del orgullo característico del Imperio y a la vez pudriéndose como una carroña, regresando al polvo de la tierra, pues no es raro que las imitaciones lleguen con el tiempo a confundirse con el original) pero ésta es una fábula caduca para nosotros y no guarda más que el encanto discreto de los simulacros de segundo orden.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un terri­torio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los girones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real.

De hecho, incluso invertida, la metáfora es inutilizable. Lo único que quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Pero no se trata ya ni de mapa ni de territorio. Ha cambiado algo más: se esfumó la diferencia soberana entre uno y otro que producía el encanto de la abstracción. Es la diferencia la que produce simultáneamente la poesía del mapa y el embrujo del territorio, la magia del concepto y el hechizo de lo real. El aspecto imaginario de la representación —que culmina y a la vez se hunde en el proyecto descabellado de los cartógrafos— de un mapa y un territorio idealmente superpuestos, es barrido por la simulación —cuya operación es nuclear y genética, en modo alguno especular y discursiva. La metafísica entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de células miniaturizadas, de matrices y de memorias, de modelos de encargo— y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. No posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que nada imaginario lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmós­fera.

En este paso a un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni la de la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de todos los referentes —peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas de signos, material más dúctil que el sentido, en tanto que se ofrece a todos los sistemas de equivalencias, a todas las oposiciones binarias, a toda el álgebra combinatoria. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva, programática, im-pecable, que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias. Lo real no tendrá nunca más ocasión de producirse —tal es la función vital del modelo en un sistema de muerte, o, mejor, de resurrección anticipada que no concede posibilidad alguna ni al fenómeno mismo de la muerte. Hiperreal en adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo imaginario, no dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a la generación simulada de diferencias.

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y la medicina se de-tienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad inencontrable en lo sucesivo.

Pues si cualquier síntoma puede ser «producido» y no se recibe ya como un hecho natural, toda enfermedad puede considerarse simulable y simulada y la medicina pierde entonces su sentido al no saber tratar mas que las enfermedades «verdaderas» según sus causas objetivas. La psicosomática evoluciona de manera turbia en los confines del principio de enfermedad. En cuanto al psicoanálisis, remite el síntoma desde el orden orgánico al orden inconsciente: una vez más éste es considerado más «verdadero» que el otro. Pero, ¿por qué habría de detenerse el simulacro en las puertas del inconsciente? ¿Por qué el «trabajo» del inconsciente no podría ser «producido» de la misma manera que no importa qué síntoma de la medicina clásica? Así lo son ya los sueños.