CHANGEUX, Jean-Pierre & RICOEUR Paul. Lo que nos hace pensar. La naturaleza y la regla. Tr. Maria del Mar Duro. Barcelona: Ediciones Península Barcelona, 1999

Paul Ricoeur — […] mi problema es igualmente un dualismo, pero un dualismo semántico. En el fondo, si tuviera que remitirme a un precedente, recurriría a Spinoza, a quien usted ya ha mencionado. Para él, la unidad de la substancia debe buscarse mucho más allá, en el nivel de lo que él formula, en el libro I de la Ética, Deus sive natura. O bien hablo el lenguaje del cuerpo, modo finito, que era para él el espacio, o bien hablo el lenguaje del pensamiento, modo finito distinto, al que insistía en llamarle alma. Pues bien, yo hablo los dos lenguajes, pero sin que pueda mezclarlos jamás. De ahí mi pregunta: ¿Acaso el conocimiento del cerebro amplía el conocimiento que tengo de mí mismo sin conocer lo que es el cerebro, simplemente por la práctica de mi cuerpo? Esta cuestión inicial encuentra un eco en el problema de la ética, en la medida en que me atrevo a decir que la ética está enraizada en la vida y que en los instintos vitales hay disposiciones para conductas éticas normativas. Recupero aquí mi problema sobre la dualidad del discurso: «vida» significa dos cosas diferentes, según sea la vida de los biólogos o la vida del ente…

Jean-Pierre Changeux — La vivencia…

p. r. — Sí, la vivencia. No me agrada demasiado el término «vivencia» debido a su carácter de inmediatez, porque me parece que todo ello está muy determinado por el lenguaje. En este sentido, yo soy más bien anti-intuicionista — pues se trata sobre todo de un lenguaje conversacional, narrativo. Veo en todo caso tres problemas a partir de esta cuestión. El primero se [26] deriva de la existencia de dos discursos sobre el cuerpo: un discurso de apropiación, de pertenencia, y otro de distanciamiento, en el cual considero un cerebro, el cerebro, que no está caracterizado por ninguna marca de apropiación ni ningún deíctico. No está ni aquí ni allá; mientras que el cuerpo propio está aquí en relación con otros cuerpos que están allá. El cuerpo propio es bien el mío, bien el de otro, de alguien encarnado…

p. r. — Un observador que tiene un cuerpo, un cuerpo con el que está en esa misma relación de posesión; precisamente para ese observador corporal hay cuerpos, cuerpos físicos, y entre esos cuerpos físicos, el cerebro. Mi primer problema es, pues, epistemológico: ¿Las ciencias neuronales permiten corregir mi dualismo lingüístico de partida? Tal cosa ocurriría si pudiéramos probar que cuanto sabemos sobre el cerebro conduce a cambios en la experiencia común más allá de las situaciones patológicas o «catastróficas», como decía Goldstein1. Y a partir de ese momento, una vez hubiera adquirido una ciencia sobre el cerebro, hablaría de otro modo sobre mí mismo. Tengo mis dudas al respecto, pero al mismo tiempo estoy abierto en razón del segundo problema, que deriva de la interferencia de las teorías evolucionistas y de su aplicación en la moral que llamamos «naturalismo»: ¿Hay en ello algo más que un asentamiento de la ética en lo biológico, tomado en el sentido de la ciencia del cerebro y de la observación del comportamiento de los seres vivos? Estoy dispuesto a defender la posición siguiente: reconocer la importancia de la idea de las disposiciones biológicas, mucho más de lo que lo harían los moralistas de tipo kantiano — en este sentido, soy más aristotélico. Lo que yo denomino ética, mejor que moral, con sus leyes y sus prohibiciones, está para mí muy enraizado en la vida, aunque no pueda eludir el momento del paso a la norma. ¿Por qué es obligado ese paso? Porque la vida en su evolución nos ha dejado de alguna forma a la intemperie; quiero decir que la organización biológica nos conduce probablemente a cierta predisposición a la comunidad y al altruismo. Pero se dan también la violencia y la guerra, y ello exige la prohibición del asesinato o del incesto, aun cuando nos situemos en una relación de continuidad-discontinuidad: continuidad entre la vida y una ética correctamente enraizada en la vida, y discontinuidad en el plano de una moral que la sustituye cuando la vida nos abandona en medio de la corriente sin darnos normas para hacer prevalecer la paz sobre la guerra o la violencia. Esta posición, por lo menos en lo que se refiere a la discontinuidad, recupera en definitiva la de Kant. Me siento muy próximo especialmente al ensayo de Kant Idea para una historia universal en clave cosmopolita, donde muestra que la vida nos ha legado el peso de una «insociable sociabilidad» y nos ha confiado la «tarea» de un orden político pacífico. ¿Por qué esa tarea? Ese es el problema. Hay muchas maneras de responder a esta pregunta. Yo me mantengo en esa relación de continuidad-discontinuidad. Enraizar profundamente la ética en la vida, pero preservar el momento de una especie de ruptura. Leía recientemente a Thomas Nagel,2 uno de los mejores moralistas anglosajones, a propósito de la imparcialidad. Para él, ése es el momento moral por excelencia, al que concede casi más importancia que a la justicia; pero es lo mismo, en la medida en que la justicia consiste en tratar por igual a los iguales. De ahí que crea necesario proseguir con otro discurso. Tendría, pues, tres discursos: el de usted, que es un discurso del cuerpo-objeto; un segundo discurso que sería un discurso del cuerpo propio con sus numerosas exhortaciones éticas; y luego un discurso normativo, jurídico, político, etc. inserto en los dos precedentes.


  1. K. Goldstein, Der Aufbau der Organismus, 1934, trad. fr. La Structure de l’organisme, Paris, Gallimard, 1951. 

  2. Th. Nagel, Equality and Partiality, OUP, 1991, trad. fr. Egalité etpartialité, París, PUF, 1994 (hay trad. cast.: Igualdad y parcialidad, Barcelona, Paidós, 1996). 

Paul Ricoeur