Feenberg – Del esencialismo al constructivismo: la filosofía de la tecnología en la encrucijada

Del esencialismo al constructivismo: la filosofía de la tecnología en la encrucijada, por Andrew Feenberg Traducción de Agustina Lo Bianco e Ignacio Perrone, 2006

Lo que Heidegger llamaba “la pregunta por la tecnología” tiene un status peculiar actualmente dentro del ámbito académico. Después de la Segunda Guerra Mundial, las humanidades y ciencias sociales fueron barridas por una ola de determinismo tecnológico. Si la tecnología no era alabada por modernizarnos, era culpada por la crisis de nuestra cultura. Interpretado en términos optimistas o pesimistas, el determinismo parecía ofrecer una visión fundamental de la modernidad como un fenómeno unificado. Esta aproximación ha sido abandonada hace tiempo por una visión que admite la posibilidad de una “diferencia” significativa, por ejemplo en lo referido a la variedad cultural en la recepción y apropiación de la modernidad. De todas formas, aún la ruptura del determinismo simplista no llevó al florecimiento de la investigación en filosofía de la tecnología que se hubiera esperado.

Es cierto que los estudios culturales y la sociología e historia constructivistas han llevado tecnologías particulares a la agenda de nuevas formas pero, curiosamente, las preguntas básicas de la modernidad formuladas por una generación anterior de teóricos raramente son tratadas en términos de la problemática general de la tecnología. Donde el viejo determinismo sobreestimaba el impacto independiente de lo “artefáctico” sobre el mundo social, los nuevos acercamientos han desagregado tanto la pregunta por la tecnología como para despojarla de su significación filosófica. Se ha convertido en tema de investigaciones especializadas1. Y justamente por esta razón, la mayoría de los académicos dentro de las humanidades y ciencias sociales ahora se sienten seguros ignorando la tecnología en su conjunto, excepto claro está, cuando encienden el motor de su auto. Mientras tanto, aquellos que continúan sosteniendo el interrogante previo acerca de la tecnología han dudado en asimilar los avances de los nuevos estudios en tecnología.

Este es un estado poco afortunado de las cosas. El actualmente de moda multiculturalismo no puede darse por sentado hasta tanto las expectativas de las tradiciones anteriores de convergencia de la modernidad en un modelo único sean persuasivamente refutadas. De acuerdo con esa tradición, la tecnología continuará afectando cada vez más la vida social y permanecerá cada vez menos libre de su influencia para constituir una diferencia cultural. Así, la demostración, en el curso de eternamente repetidas historias de casos, de que la moderna racionalidad científico-técnica no es el universal transcultural que se pensó, puede ayudar a la discusión pero no resuelve la cuestión. La persistencia de la particularidad cultural en este o aquel dominio no es especialmente significativa. Puede ser que japoneses y americanos no acuerden en los méritos relativos del sushi y las hamburguesas durante generaciones, pero si eso es todo lo que queda de la diferencia cultural, ya ha dejado de tener importancia.

El nuevo escenario que emerge de los estudios sociales en ciencia y tecnología nos da excelentes razones para creer que la racionalidad es una dimensión de la vida social más parecida que distinta de otros fenómenos culturales. Sin embargo, es imposible descartarla como un mero mito occidental y eliminar todas las distinciones que tan claramente diferencian a las sociedades modernas de las premodernas2. Hay algo distintivo acerca de las sociedades modernas capturado en nociones tales como modernización, racionalización, y reificación. Sin tales conceptos, derivados en última instacia de Marx y Weber, no podríamos comprender el proceso histórico acontecido en el último centenar de años. Pero se trata de conceptos “totalizadores”, que parecen remitir a una mirada determinista que supuestamente ya hemos trascendido en nuestra nueva perspectiva culturalista. ¿Acaso no hay salida a este dilema? ¿Debemos escoger entre racionalidad universal o variedad cultural? O mejor, ¿podemos escoger entre estos dos conceptos dialécticamente correlacionados, cada uno impensable sin el otro?

Esa es la pregunta subyacente que espero tratar en este trabajo a través de una crítica del concepto de la acción técnica en Heidegger, Habermas y, como una instancia contemporánea de la filosofía de la tecnología, Albert Borgmann. Dejando de lado diferencias importantes que discutiré más adelante, para estos pensadores la modernidad está caracterizada por una forma única de acción técnica y pensamiento que amenazan los valores no-técnicos a medida que se extienden a las profundidades de la vida social. Ellos proponen teorías sustancialistas de la tecnología, en el sentido que atribuyen un contenido más que instrumental, sustancial, a la mediación técnica. De acuerdo a estas teorías la tecnología no es neutral. Las herramientas que usamos dan forma a nuestro modo de vida en sociedades modernas, donde la técnica se ha vuelto omnipresente. En esta situación, medios y fines no pueden separarse. Cómo hacemos las cosas determina quién y qué somos. El desarrollo tecnológico transforma lo que es ser humano.

Algo parecido a esta visión está presente en la concepción pesimista de Max Weber de una “jaula de hierro” de la racionalización, aunque él no lo conectó específicamente con la tecnología. Jacques Ellul, otro gran teórico sustancialista, hace explícita esta conexión, argumentando que “el fenómeno técnico” se ha convertido en característica definitoria de toda sociedad moderna sin importar su ideología política. “La técnica”, sostiene, “se ha convertido en autónoma” (Ellul, 1964: 6). O, en la frase más dramática de Marshall McLuhan: la tecnología nos ha reducido a los “órganos sexuales del mundo máquina” (McLuhan, 1964: 46).

El reconocimiento de la importancia central del fenómeno tecnológico en la filosofía de Heidegger y Habermas promete una teoría social más concreta que cualquier otra en el pasado. Sin embargo, ninguna de ellas satisface su promesa inicial de ruptura. Ambas ofrecen teorías esencialistas que no discriminan significativas diferentes realizaciones de principios técnicos. Como resultado, la tecnología se rigidiza y convierte en destino en sus pensamientos y las posibilidades de reforma se limitan a ajustes en las fronteras de la esfera técnica. Ellos esperan que algo –aunque un algo diferente– pueda ser preservado del efecto homogeneizador de la extensión radical de los sistemas técnicos, pero nos dan pocas razones para compartir su esperanza. En este escrito intentaré preservar los avances de estos pensadores hacia la integración crítica de los temas técnicos a la filosofía sin perder el espacio conceptual para imaginar una reconstrucción radical de la modernidad.

Podría desafiar la mirada algo pesimista del sustancialismo sobre la modernidad simplemente negando que la acción técnica tiene el amplio significado atribuido a ella por Heidegger y Habermas, pero no lo haré porque en este punto acuerdo con ellos. También podría ofrecer ejemplos de diferencias culturales específicas en la esfera técnica, pero estos podrían ser fácilmente refutados por triviales o por deberse a atrasos o circunstancias locales. El problema es mostrar cómo dichas diferencias pueden tener un significado fundamental y no ser meros accidentes menores que el curso del progreso borrará o marginará. Argumentaré, por lo tanto, que la diferencia cultural puede aparecer en la estructura de la tecnología moderna, diferenciando personas y sistemas sociales no sólo simbólica sino también técnicamente.

Permítanme ahora presentar mi argumento con un breve raconto de la aproximación de Heidegger y Habermas.


  1. Ver, como ejemplos, Pinch, Hughes, y Bijker (1989). 

  2. Latour parece querer ir en los dos sentidos. Por un lado, dice “nunca hemos sido modernos” porque la modernidad es una noción imposible, y por el otro lado trata de reconstruir en sus propios términos una cierta discontinuidad entre sociedades modernas y premodernas (Latour, 1993). El argumento puede ser formulado de una manera menos provocativa pero más clara, para decir que hemos sido modernos, pero no del modo en que creíamos. Podría acordar con esto y de hecho ofrecer razones para sostener esta posición aquí.