Oswald Spengler – A Técnica como Tática

El problema de la técnica y de su relación con la cultura y la Historia no se plantea hasta el siglo XIX. El siglo XVIII, con el escepticismo fundamental, con la duda, que equivale a la desesperación, había planteado la cuestión del sentido y valor de la cultura, cuestión que condujo a problemas ulteriores siempre más desmenuzados, y con ello creo las bases que permitieron al siglo XX ver la historia universal como problema.

Por entonces, en la época de Robinson y de Rousseau, de los parques ingleses y de la poesía pastoril, considerábase al hombre “primitivo” como una especie de corderito pacífico y virtuoso, echado a perder más tarde por la cultura. Pasábase completamente por alto la técnica; y, en todo caso, ante las consideraciones morales, considerábasela como indigna de la atención.

Pero la técnica maquinista de la Europa occidental creció en proporciones gigantescas desde Napoleón; y con sus ciudades fabriles, sus ferrocarriles y sus barcos de vapor obligó, finalmente, a plantear en serio el problema. ¿Qué significa la técnica? ¿Qué sentido tiene en la historia, qué valor en la vida del hombre, qué rango moral o metafísico? Diéronse muchas respuestas a estas preguntas. Todas ellas pueden reducirse en el fondo a dos.

Por una parte, los idealistas y los ideólogos, los epígonos del clasicismo humanista de la época de Goethe, despreciaban las cosas técnicas y las cuestiones económicas en general, considerándolas como extrañas y ajenas a la cultura. Goethe, con su gran sentido de todo lo real, había intentado en la segunda parte del Fausto penetrar en las más hondas profundidades de ese nuevo mundo de los hechos. Pero ya con Guillermo de Humboldt comienza la concepción filológica de la historia, una concepción ajena a la realidad y según la cual medíase, al fin y al cabo, el rango de una época histórica por el número de cuadros y de libros que en ella se hayan producido. Un soberano no poseía significación de importancia más que si se conducía como un Mecenas. No importaba lo que por lo demás, fuese. El Estado era una constante perturbación para la verdadera cultura, que se fraguaba en las aulas, en los gabinetes de los científicos y en los talleres de los artistas. La guerra era una barbarie inverosímil de épocas pretéritas, y la economía algo prosaica y tonta, sobre lo cual resbalaba la atención, aun cuando a diario se hacía uso de ella. Nombrar a un gran comerciante o a un ingeniero junto a los poetas y a los pensadores, era punto menos que delito de lesa majestad cometido para con la cultura “verdadera”. Léanse en este sentido las Consideraciones sobre historia universal, de Jacobo Burckhardt. Pero este era también el punto de vista de la mayoría de los filósofos de cátedra y aun de muchos historiadores, hasta llegar a los literatos y estetas de las actuales grandes urbes, que consideran la elaboración de una novela como más importante que la construcción de un motor de aviación.

De otra parte estaba el materialismo de origen esencialmente inglés, la gran moda de los semicultos en la segunda mitad del siglo pasado, de los folletones liberales y de las asambleas populares radicales, de los marxistas y de los escritores ético-sociales que se tenían por pensadores y poetas.

Si a los primeros les faltaba el sentido de la realidad, a éstos, en cambio, les faltaba en grado superlativo el sentido de la profundidad. Su ideal era exclusivamente lo útil. Todo lo que fuese útil para la “humanidad” pertenecía a la cultura, era cultura. Lo de más era lujo, superstición o barbarie.

Útil, empero, era lo que sirve a la “felicidad del mayor número”. Y esta felicidad consistía en no hacer nada. Tal es, en último término, la doctrina de Bentham, Mill y Spencer. El fin de la Humanidad consistía en aliviar al individuo de la mayor cantidad posible de trabajo, cargándolo a la máquina. Libertad de “la miseria, de la esclavitud asalariada”, e igualdad en diversiones, bienandanza y “deleite artístico”. Anúnciase el panem et circenses de las urbes mundiales en las épocas de decadencia. Los filisteos de la cultura se entusiasmaban a cada botón que ponía en marcha un dispositivo y que, al parecer, ahorraba trabajo humano. En lugar de la auténtica religión de épocas pasadas, aparece el superficial entusiasmo “por las conquistas de la Humanidad”, considerando como tales exclusivamente los progresos de la técnica, destinados a ahorrar trabajo y a divertir a los hombres. Pero del alma, ni una palabra.

Este no es el gusto de los grandes descubridores mismos, con pocas excepciones; ni tampoco el de los que conocen bien los problemas técnicos; sino el de los espectadores, que no pueden inventar nada y, en todo caso, no comprendían nada de eso, pero rastreaban algo que podía redundar en su beneficio. Y con la falta de imaginación que caracteriza al materialismo de todas las civilizaciones, bosquéjase una imagen del futuro, la bienaventuranza eterna sobre la tierra, un fin último y un estado duradero, bajo el supuesto de las tendencias técnicas del año 80, aproximadamente, y en peligrosa contradicción con el concepto de progreso, que excluye todo “estar”: libros como La antigua y la nueva fe, de Strauss; Retrospección desde el año 2000, de Bellamy, y La mujer y el socialismo, de Bebel. No más guerras; no más diferencias de razas, pueblos, Estados, religiones; no más criminales y aventureros; no más conflictos por la superioridad de unos y el diferente modo de ser de otros; no más odios, no más venganzas. Un infinito bienestar por todos los siglos de los siglos. Semejantes trivialidades nos producen hoy, al presenciar las fases finales de ese optimismo vulgar, la idea nauseabunda de un profundo tedio vital, ese taedium vitae de la Roma imperial, que se expande al solo leer tales idilios sobre el alma y que en realidad, si se realizase, aunque fue se sólo en parte, conduciría al asesinato y al suicidio en masa.

Ambos puntos de vista están hoy anticuados. El siglo XX ha llegado a madurez y puede penetrar, al fin, en el último sentido de los hechos, en cuya totalidad consiste la historia real del Universo. Ya no se trata de interpretar, según el gusto privado de algunos individuos y de masas enteras las cosas y los acontecimientos en referencia a una tendencia racionalista, a deseos y esperanzas propios. En lugar de decir: “así debe ser”, o “así debiera ser”, aparece el inquebrantable: así es y así será. Un escepticismo orgulloso viene a sustituir los sentimentalismos del pasado siglo. Hemos aprendido que la Historia es algo que no tiene para nada en cuenta nuestras esperanzas.

El tacto fisiognómico, como he denominado1 la facultad que nos permite penetrar en el sentido de todo acontecer; la mirada de Goethe, la mirada de los que conocen a los hombres y conocen la vida, y conocen la Historia y contemplan los tiempos, es la que descubre en lo particular su significación profunda.


  1. Decadencia de Occidente. Tomo I, Capítulo II.