Es un concepto de difícil precisión, y al perfilar sus rebordes exactos es muy fácil caer en equivocaciones siempre peligrosas.
Problema quiere decir, en uno de sus aceptables sentidos, cuestión difícil, o porque los datos del mismo encierran una opacidad difícil de penetrar; o porque es difícil, supuestos tales datos, hallar una vía resolutiva de los mismos; o porque datos y vía (método) ofrecen una solución oscura e intrínsecamente, al menos aparentemente, insuficiente.
Se trata de un sentido clásico y común a los viejos filósofos: la cuestión propuesta, después de atentamente examinada, deja al entendimiento desinteresado, sin apetencias de asentimiento no solamente cierto, pero ni siquiera opinativo. Se trata de la cuestión dudosa. Mas no dudosa en un sentido negativo, o porque no se ha examinado, o porque después de examinada no se hallan razones de asentimiento en pro ni en contra; sino dudosa en un sentido positivo, es decir, por la contraposición y equivalencia de las razones en pro de la afirmación y en pro de la negación. Como se ve, la duda no afecta al método (obsesión de muchos dialecticistas); afecta a lo intríseco de la cuestión.
Por lo tanto, el llamado problema de conocimiento (más adelante veremos su equivocidad) no podrá tomarse nunca en un sentido dubitativo intrínseco. Sería lo mismo que proponer un problema insoluble; un paraproblema.
Y ése es otro de los sentidos que puede tener el concepto problema: cuestión insoluble, o porque los datos no admiten coordinación posible, y no son verdadero antecedente de una solución que, por lo tanto, resulta imposible; o porque no hay vía de acceso a los mismos datos, es decir, no hay método, y por lo tanto no habrá término, solución.
¿Es en este sentido problema, el problema del conocimiento? No solamente no puede considerarse en este sentido, sino que creemos no haber existido ninguna escuela verdaderamente filosófica que en semejante sentido lo haya planteado, ni siquiera el escepticismo.
Si atendemos a la nomenclatura que modernamente se usa, la palabra y el mismo concepto de problema tienen dimensiones difíciles de precisar. Problema, en un sentido moderno, no quiere decir cuestión soluble o insoluble, sino que quiere decir dificultad y delicadeza de planteamiento; no se trata de que la cuestión sea o no sea soluble (la solubilidad se da por supuesta, y así tiene que ser para plantear un verdadero problema), sino que se trata de una cuestión difícil de plantear y comprender, y delicada en el proceso a seguir en su solución.
Es evidente que el problema del conocimiento es correcto en este sentido, tanto por su dificultad intrínseca cuanto por lo delicado de su solución, no en las consecuencias (funestas o no funestas que puedan de él derivarse); sino por la minuciosidad científica y la finura de conceptos que se exigen en su planteamiento y solución.
Hay, sin embargo, otras acepciones de la palabra problema, problemático, francamente abusivas, y que no deben caer en la discusión filosófica. Es la problematicidad de una cuestión, originada no de los elementos racionales de la misma, sino de los elementos pasionales de los filósofos (o teólogos o científicos) que la sostienen. El aferrarse a determinadas soluciones no objetivamente evidentes, sea por pura tradición de escuela, sea por ese sordo y oscuro factor humano que nos impide ver la luz que nos proyecta la mente ajena, y que la nuestra no ha dado (la humillación mental es la más dura para el ser racional), hace que la cuestión debatida se convierta para los no iniciados en cuestión problemática, es decir, una cuestión sobre la cual no sabemos a qué atenernos.
Tal problematismo es claramente ficticio, y sería científicamente indecoroso reducir a él el problema del conocimiento. Pero no es difícil hallar, a veces, expresiones que acusan semejante condenable problematicidad. Se crea entonces una situación psicológica de estado problemático, que innegablemente oscurece los estados mentales necesarios para la solución adecuada de la cuestión.
Ni hemos de olvidar en estas indicaciones previas un aspecto de sumo interés en el tema que tratamos. Ese aspecto especial es la distinción que juzgamos necesaria entre el problema del conocimiento como problema filosófico y un problema científico de orden no filosófico. Expliquemos brevemente el porqué de esta distinción.
Creemos que, en el tratamiento científico de un problema, no podemos desechar totalmente la modalidad o la naturaleza del sector científico a que tal problema pertenezca. Pues bien. Aunque la causa de toda ciencia es el hombre, no todo problema científico tiene carácter específicamente humano, en el sentido hondo y vital de esta palabra.
La filosofía, en concreto, tiene en el hombre su verdadera causa eficiente. Mas en el hombre integralmente considerado.
Viniendo, pues, al problema del conocimiento, no creemos lícito científicamente su planteamiento en condiciones a-humanas o extra-humanas, como sería reducirlo a un teorema de corte e interna contextura matemática. Lo matemático es en sí mismo extra-humano; el problema del conocimiento, no. Tal planteamiento sería científicamente inaceptable. Balmes lo proclama diciendo que antes que filósofo prefería ser hombre; y hablaba precisamente del planteamiento de dicho problema. Los filósofos que padecieron la fiebre de la duda (metódica o no metódica) caminan sobre el supuesto (consciente o inconsciente) del rango extra-humano del problema del conocimiento, equiparándolo, quizá sin saberlo, a un problema matemático; olvidando que, aunque el matemático sea el tipo de problema aparentemente más ajeno a los prejuicios y presupuestos, no existe un verdadero problema matemático sin postulados al margen de toda duda.
¿Querrá esto decir que el conocimiento en su problemática exige como elemento necesario o, por lo menos, como condición necesaria para su solución científica un elemento extrarracional, extraintelectual?
El problema del conocimiento en su dimensión gnoseológica, ni puede plantearse de una manera imposible ni ser sacado de su órbita humana. Tampoco es un problema estricto, en el sentido de que su solución “se ignore” de una manera absoluta.
Se le puede aceptar como problema en un sentido amplio, en cuanto que se trata solamente de formular una razón científica de algo que ya realmente se tiene; o, más exactamente, dar forma científica y fórmula exacta a una solución real y positiva del orden gnoseológico natural.
Se podría objetar que no tratamos, a la vista de estas precisiones, de un verdadero problema.
No sería un verdadero problema si se tratase de un problema falsae suppositionis (que incluyese o la respuesta formal o una palmaria contradicción). El caso es completamente distinto, ya que el planteamiento excluye cualquiera de ambas hipótesis. Notemos que una solución determinada ya conocida no hace por sí sola implícita una solución aún no conocida, aunque esa solución se sospeche. La viabilidad dialéctica del problema es clara.