LOVEJOY, Arthur. “Reflections on the history of ideas”, en Journal of the History of Ideas, I, 1, enero de 1940, pp. 3-23. Traducción: Horacio Pons.

Independientemente de la verdad o falsedad de cualquiera de las otras definiciones del hombre, en general se admite que éste se distingue entre las criaturas por el hábito de abrigar ideas generales. Como el Hermano Conejo, siempre acumuló muchos pensamientos; y por lo común se supuso — aunque algunas escuelas de filósofos impugnaron nominalmente el supuesto — que esos pensamientos tuvieron en todas las épocas mucho que ver con su comportamiento, sus instituciones, sus logros materiales en la tecnología y las artes y su fortuna. Puede decirse, por consiguiente, que cada rama de la historia incluye dentro de su campo algún sector de la historia de las ideas. Pero como resultado de la subdivisión y especialización cada vez más características tanto de los estudios históricos como de otros durante los dos últimos siglos, los sectores de esa historia que corresponden a las disciplinas históricas independientes llegaron a abordarse habitualmente en un aislamiento relativo, aunque rara vez completo. La historia de los acontecimientos políticos y los movimientos sociales, de los cambios económicos, de la religión, de la filosofía, de la ciencia, de la literatura y las demás artes y de la educación fue investigada por distintos grupos de especialistas, muchos de ellos poco familiarizados con los temas e investigaciones de los otros. Por ser lo que son las limitaciones de la mente individual, la especialización que tuvo esta situación como su consecuencia natural fue indispensable para el progreso del conocimiento histórico; no obstante, esa consecuencia también demostró ser, en definitiva, un impedimento para dicho progreso. Puesto que la departamentalización — ya sea por temas, períodos, nacionalidades o lenguas — del estudio de la historia del pensamiento no corresponde, en su mayor parte, a verdaderas divisiones entre los fenómenos estudiados. Los procesos de la mente humana, en el individuo o el grupo, que se manifiestan en la historia no corren por canales cerrados correspondientes a las divisiones oficialmente establecidas de las facultades universitarias; aun cuando esos procesos, sus modos de expresión o los objetos a los que se aplican sean lógicamente discernibles en tipos bastante distintos, están en una interacción constante. Y en el mundo no hay nada más migratorio que las ideas. Un preconcepto, una categoría, un postulado, un motivo dialéctico, una metáfora o analogía dominante, una “palabra sagrada”, un modo de pensamiento o una doctrina explícita que hace su primera aparición en escena en una de las jurisdicciones convencionalmente distinguidas de la historia (las más de las veces, quizás, en filosofía), puede trasladarse a otra docena de ellas, y con frecuencia lo hace. Estar familiarizado con su manifestación en sólo una de esas esferas es, en muchos casos, entender su naturaleza y afinidades, su lógica interna y su funcionamiento psicológico de una manera tan inadecuada que aun esa manifestación sigue siendo opaca e ininteligible. Todos los historiadores — incluso aquellos que, en su práctica real, reniegan en teoría de cualquier pretensión semejante — buscan en algún sentido y hasta cierto punto discernir relaciones causales entre los acontecimientos; pero, por desdicha, no hay ley alguna de la naturaleza que establezca que todos o siquiera los más importantes antecedentes de un efecto histórico dado, o todos o los más importantes consecuentes de una causa dada, se encontrarán dentro de una cualquiera de las subdivisiones aceptadas de la historia. En la medida en que el afán por describir aquellas relaciones se detenga en los límites de una u otra de esas divisiones, habrá siempre una alta probabilidad de que algunas de las relaciones más significativas — es dccir, las más iluminadoras y explicativas — se pasen por alto. A veces hasta llegó a suceder que una concepción de gran influencia e importancia históricas careciera durante mucho tiempo de reconocimiento, debido a que sus diversas manifestaciones, cuyas partes constituían todo el cuadro, estaban tan ampliamente dispersas entre diferentes campos del estudio histórico que no había en ellos ningún especialista que pudiera tener una conciencia clara de su existencia. En síntesis, la historiografía está dividida a causa de excelentes razones prácticas, pero el proceso histórico no lo está; y esta discrepancia entre el procedimiento y la materia ha tendido, en el mejor de los casos, a producir serias lagunas en el estudio de la historia del hombre, y en el peor, a suscitar profundos errores y distorsiones.

Los estudiosos de muchas ramas de la investigación histórica han sido cada vez más sensibles a consideraciones como éstas en años recientes. Nadie cuestiona, sin duda, el carácter indispensable de la especialización; pero son cada vez más quienes estiman que la especiali-zación no es suficiente. En la práctica, esto se manifiesta a veces en un cruce de determinados especialistas a campos que no son aquellos a los que se dedicaron originalmente y para los cuales se capacitaron. Es sabido que en ocasiones los funcionarios administrativos de las instituciones educativas se quejan, con cierta perplejidad, de los profesores e investigadores que no “se atienen a sus materias”. Pero en la mayoría de los casos, esta propensión a ignorar las barreras académicas no debe atribuirse a una disposición errabunda o a la codicia de la viña del vecino; al contrario, por lo común es la consecuencia inevitable de la tenacidad y la exhaustividad en el cultivo de la propia. Puesto que — para repetir una observación que este autor ya hizo en otra parte, con una referencia primaria a la historia de la literatura — “la búsqueda de una comprensión histórica aun en pasajes literarios aislados a menudo impulsa al estudioso a campos que al principio parecen bastante alejados de su tópico original de investigación. Cuanto más avanzamos hacia el corazón de un problema histórico estrechamente limitado, más probable es que encontremos en el problema mismo una presión que nos empuja más allá de esos límites”. Dar ilustraciones específicas de este hecho alargaría de manera indebida estas observaciones introductorias; sin duda, en las siguientes páginas de esta revista aparecerán ejemplos en abundancia. Aquí basta con señalar, como un rasgo extremadamente característico del trabajo contemporáneo en muchas de las ramas de la historiografía conectadas de una u otra forma con los pensamientos de los hombres (y sus emociones, modos de expresión y acciones relacionadas), que las barreras no son, por cierto, derribadas en general, sino atravesadas en un centenar de puntos específicos; y que la razón de ello es que, al menos en esos puntos, las barreras han sido vistas como obstáculos a la comprensión adecuada de lo que se encuentra a uno y otro lado de ellas.

Es incuestionable que la erudición histórica corre cierto peligro con esta nueva tendencia. Se trata de un peligro ya insinuado, el de que los estudiosos con una sólida formación en los métodos y un amplio conocimiento de la literatura de un campo limitado — aun cuando sea arbitrariamente limitado — demuestren estar preparados de manera inadecuada para la exploración de otras esferas en las que, de todos modos, se adentraron natural y legítimamente debido a las conexiones intrínsecas de los temas que investigan. La mayoría de los historiadores contemporáneos de cualquier literatura nacional, por ejemplo, o de la ciencia o una ciencia en particular, reconocen en principio — aunque muchos todavía con demasiada renuencia — que las ideas derivadas de sistemas filosóficos han tenido una vasta y a veces profunda y decisiva influencia sobre la mente y los escritos de los autores cuyas obras estudian; y se ven obligados, por lo tanto, a ocuparse de esos sistemas y exponer esas ideas ante sus lectores. Pero no siempre — y tal vez no sea demasiado descortés decirlo — lo hacen muy bien. Cuando así sucede, la culpa, sin duda, la tienen a menudo las historias de la filosofía existentes, que con frecuencia omiten dar a quien no es filósofo lo que más necesita para su investigación histórica especial; pero sea como fuere, son insatisfactorias para el erudito que ha aprendido de la experiencia en su propia especialidad los riesgos de apoyarse de manera demasiado implícita en las fuentes secundarias o terciarias. Sin embargo, para tener una comprensión precisa y suficiente del funcionamiento de las ideas filosóficas en la literatura o la ciencia se necesita algo más que una lectura extensiva de los textos filosóficos: cierta aptitud para el discernimiento y análisis de conceptos y un ojo avezado para las relaciones lógicas o las afinidades cuasi lógicas no inmediatamente obvias entre ideas. Gracias a un dichoso don de la naturaleza, estas facultades se encuentran a veces en autores históricos que desaprobarían que los llamaran “filósofos”; pero en la mayoría de los casos, si es que se alcanzan, también deben mucho a un cultivo y una formación persistentes, de los que e! estudioso de la filosofía naturalmente obtiene más que los especialistas en la historia de la literatura o la ciencia, y por cuya falta en estos últimos el filósofo considera en ocasiones que están más o menos ampliamente extraviados en sus digresiones necesarias por la filosofía. A su tumo, ellos — en particular el historiador de la ciencia — podrían sin duda responder no pocas veces con un tu quoque al historiador de la filosofía; si es así, tanto mejor ilustrado quedará el presente aspecto; y con toda facilidad podrían encontrarse muchas otras ilustraciones.

El remedio para los efectos defectuosos de la especialización en la investigación histórica, entonces, no está en una práctica general por la que los especialistas simplemente invadan los territorios de los demás o se hagan cargo de sus tareas. Reside en una cooperación más estrecha entre ellos en todos los puntos en que sus jurisdicciones se superponen, el establecimiento de más y mejores dispositivos de comunicación, la crítica y la ayuda mutuas: concentrar en lo que son, por su naturaleza, problemas comunes, todos los conocimientos especiales pertinentes para ellos. Uno de los objetivos de esta revista es contribuir, en la medida en que lo permitan sus recursos, a una liaison más eficaz entre las personas cuyos estudios tienen que ver con las diversas pero interrelacionadas partes de la historia, hasta donde ésta se ocupa de las actividades de la mente del hombre y sus efectos sobre lo que él ha sido y hecho, o bien (para cambiar la metáfora) prestar una asistencia orientada hacia una mayor fertilización cruzada entre los distintos campos de la historiografía intelectual. La esperanza es que la revista, entre otras cosas, sirva como un medio útil para la publicación de investigaciones que atraviesan los límites habituales o tienen un interés y un valor probables para los estudiosos de otros campos al margen de aquellos a los que en principio pertenecen. Su folleto ya ha indicado, como ilustración, algunos tópicos en los que sus redactores creen que una investigación más profunda será potencialmente provechosa y para los cuales las colaboraciones serán especialmente bienvenidas:

1. La influencia del pensamiento clásico sobre el pensamiento moderno, y de las tradiciones y escritos europeos sobre la literatura, las artes, la filosofía y los movimientos sociales norteamericanos.

2. La influencia de las ideas filosóficas en la literatura, las artes, la religión y el pensamiento social, incluido el impacto de las concepciones generales de amplio alcance sobre los criterios del gusto y la moralidad y las teorías y métodos educacionales.

3. La influencia de los descubrimientos y teorías científicas en las mismas esferas del pensamiento y en la filosofía; los efectos culturales de las aplicaciones de la ciencia.

4. La historia del desarrollo y los efectos de determinadas ideas y doctrinas generalizadas y con vastas ramificaciones, como la evolución, el progreso, el primitivismo, las distintas teorías de la motivación humana y las evaluaciones de la naturaleza del hombre, las concepciones mecanicistas y organicistas de la naturaleza y la sociedad, el determinismo y el indeterminismo metafísicos e históricos, el individualismo y el colectivismo, el nacionalismo y el racismo.

Pero la función de esta revista no consiste exclusivamente en contribuir a generar una correlación fructífera entre disciplinas más antiguas y especializadas. Puesto que el estudio de la historia de las ideas no necesita justificarse por sus servicios potenciales — por grandes que sean — a los estudios históricos que llevan otras denominaciones. Tiene su propia razón de ser. No es meramente auxiliar de los demás. Conocer, en la medida en que pueden conocerse, los pensamientos que tuvieron amplia vigencia entre los hombres sobre cuestiones de interés humano común, determinar cómo surgieron, se combinaron, interactuaron o se contrarrestaron entre sí y cómo se relacionaron de diversas maneras con la imaginación, las emociones y la conducta de quienes los abrigaron: ésta, aunque no por cierto la totalidad de esa rama del conocimiento que llamamos historia, es una de sus partes distintivas y esenciales, su aspecto central y más vital. Puesto que, si bien las condiciones ambientales fijas o cambiantes de la vida humana individual y colectiva y las conjunciones de circunstancias que no se deben al pensamiento o ia premeditación del hombre son factores del proceso histórico que nunca hay que pasar por alto, el actor de la obra, su héroe — en estos días algunos dirían su villano-, sigue siendo el homo sapiens; y la tarea general de la historiografía intelectual es mostrar, en la medida de lo posible, al animal pensante dedicado — a veces con fortuna, otras desastrosamente — a su ocupación más característica. Si la justificación de cualquier estudio de la historia — como algunos se complacerían en decir — es simplemente el interés humano tanto de sus episodios como del conmovedor drama de la vida de nuestra especie en su conjunto, entonces ese estudio está justificado en el más alto de los grados. Ahora bien, si la investigación histórica en general se defiende con el argumento — que algunos historiadores contemporáneos parecen rechazar — de que el conocimiento que provee es “instructivo”, que aporta materia! conducente a posibles conclusiones generales — conclusiones que no se relacionan meramente con el surgimiento y las sucesiones de hechos pasados y particulares-, entonces ningún sector de la historiografía parece brindar una mejor promesa de este tipo de utilidad que una investigación debidamente analítica y crítica de la naturaleza, la génesis, el desarrollo, la difusión, la interacción y los efectos de las ideas que las generaciones de hombres han atesorado, por las que disputaron y que aparentemente los movieron. Que el conocimiento que el hombre más necesita es el de sí mismo es una opinión suficientemente antigua y respetable; y la historia intelectual constituye notoriamente una parte indispensable, y la más considerable, de ese conocimiento, hasta donde cualquier estudio del pasado puede contribuir a él. A decir verdad, en ningún momento de la vida de la especie ha sido más trágicamente evidente la pertinencia del imperativo délfico; puesto que hoy debe ser obvio para cualquiera que el problema de la naturaleza humana es el más grave y fundamental de todos nuestros problemas, y que la pregunta que, más que ninguna, exige una respuesta es la siguiente: “¿Qué pasa con el hombre?”

Arthur Lovejoy