Walter Ong (Oralidade) – Oral e Escrito

Parecería ineludiblemente obvio que el lenguaje es un fenómeno oral. Los seres humanos se comunican de innumerables maneras, valiéndose de todos sus sentidos: el tacto, el gusto, el olfato y particularmente la vista, además del oído (Ong, 1967b, pp. 1-9). Cierta comunicación no verbal es sumamente rica: la gesticulación, por ejemplo. Sin embargo, en un sentido profundo el lenguaje, sonido articulado, es capital. No sólo la comunicación, sino el pensamiento mismo, se relaciona de un modo enteramente propio con el sonido. Todos hemos oído decir que una imagen equivale a mil palabras. Pero si esta declaración es cierta, ¿por qué tiene que ser un dicho? Porque una imagen equivale a mil palabras sólo en circunstancias especiales, y éstas comúnmente incluyen un contexto de palabras dentro del cual se sitúa aquélla.

Dondequiera que haya seres humanos, tendrán un lenguaje, y en cada caso uno que existe básicamente como hablado y oído en el mundo del sonido (Siertsema, 1955). No obstante la riqueza de la gesticulación, los complejos lenguajes gestuales son sustitutos del habla y dependen de sistemas orales del mismo, incluso cuando son empleados por los sordos de nacimiento (Kroeber, 1972; Mallery, 1972; Stokoe, 1972). En efecto, el lenguaje es tan abrumadoramente oral que, de entre las muchas miles de lenguas —posiblemente decenas de miles— habladas en el curso de la historia del hombre, sólo alrededor de 106 nunca han sido plasmadas por escrito en un grado suficiente para haber producido literatura, y la mayoría de ellas no han llegado en absoluto a la escritura. Sólo 78 de las 3 mil lenguas que existen aproximadamente hoy en día poseen una literatura (Edmonson, 1971, pp. 323, 332). Hasta ahora no hay modo de calcular cuántas lenguas han desaparecido o se han transmutado en otras antes de haber progresado su escritura. Incluso actualmente, cientos de lenguas en uso activo no se escriben nunca: nadie ha ideado una manera efectiva de hacerlo. La condición oral básica del lenguaje es permanente.

No nos interesan aquí los llamados “lenguajes” de computadora, que se asemejan a lenguas humanas (inglés, sánscrito, malayalam, el dialecto de Pekín, twi o indio shoshón, etcétera) en ciertos aspectos, pero que siempre serán totalmente distintos de las lenguas humanas por cuanto no se originan en el subconsciente sino de modo directo en la conciencia. Las reglas del lenguaje de computadora (su “gramática”) se formulan primero y se utilizan después. Las “reglas” gramaticales de los lenguajes humanos naturales se emplean primero y sólo pueden ser formuladas a partir del uso y establecidas explícitamente en palabras con dificultad y nunca de manera íntegra.

La escritura, consignación de la palabra en el espacio, extiende la potencialidad del lenguaje casi ilimitadamente; da una nueva estructura al pensamiento y en el proceso convierte ciertos dialectos en “grafolectos” (Haugen, 1966; Hirsch, 1977, pp. 43-48). Un grafolecto es una lengua transdialectal formada por una profunda dedicación a la escritura. Esta otorga a un grafolecto un poder muy por encima del de cualquier dialecto meramente oral. El grafolecto conocido como inglés oficial tiene acceso para su uso a un vocabulario registrado de por lo menos un millón y medio de palabras, de las cuales se conocen no sólo los significados actuales sino también cientos de miles de acepciones anteriores. Un sencillo dialecto oral por lo regular dispondrá de unos cuantos miles de palabras, y sus hablantes virtualmente no tendrán conocimiento alguno de la historia semántica real de cualquiera de ellas.

Sin embargo, en todos los maravillosos mundos que descubre la escritura, todavía les es inherente y en ellos vive la palabra hablada. Todos los textos escritos tienen que estar relacionados de alguna manera, directa o indirectamente, con el mundo del sonido, el ambiente natural del lenguaje, para transmitir sus significados. “Leer” un texto quiere decir convertirlo en sonidos, en voz alta o en la imaginación, sílaba por sílaba en la lectura lenta o a grandes rasgos en la rápida, acostumbrada en las culturas altamente tecnológicas. La escritura nunca puede prescindir de la oralidad. Adaptando un término empleado con propósitos un poco diferentes por Jurij Lotman (1977, pp. 21, 48-61; véase asimismo Champagne, 1977-1978), podemos llamar a la escritura un “sistema secundario de modelado”, que depende de un sistema primario anterior: la lengua hablada. La expresión oral es capaz de existir, y casi siempre ha existido, sin ninguna escritura en absoluto; empero, nunca ha habido escritura sin oralidad.

No obstante, a pesar de las raíces orales de toda articulación verbal, durante siglos el análisis científico y literario de la lengua y la literatura ha evitado, hasta años muy recientes, la oralidad. Los textos han clamado atención de manera tan imperiosa que generalmente se ha tendido a considerar las creaciones orales como variantes de las producciones escritas; o bien como indignas del estudio especializado serio. Apenas en fechas recientes hemos empezado a lamentar nuestra torpeza a este respecto (Finnegan, 1977, pp. 1-7).

Salvo en las décadas recientes, los estudios lingüísticos se concentraron en los textos escritos antes que en la oralidad por una razón que resulta fácil comprender: la relación del estudio mismo con la escritura. Todo pensamiento, incluso el de las culturas orales primarias, es hasta cierto punto analítico: divide sus elementos en varios componentes. Sin embargo, el examen abstractamente explicativo, ordenador y consecutivo de fenómenos o verdades reconocidas resulta imposible sin la escritura y la lectura. Los seres humanos de las culturas orales primarias, aquellas que no conocen la escritura en ninguna forma, aprenden mucho, poseen y practican gran sabiduría, pero no “estudian”.

Aprenden por medio del entrenamiento —acompañando a cazadores experimentados, por ejemplo—; por discipulado, que es una especie de aprendizaje; escuchando; por repetición de lo que oyen; mediante el dominio de los proverbios y de las maneras de combinarlos y reunirlos; por asimilación de otros elementos formularios; por participación en una especie de memoria corporativa; y no mediante el estudio en sentido estricto.

Cuando el estudio, en la acepción rigurosa de un extenso análisis consecutivo, se hace posible con la incorporación de la escritura, a menudo una de las primeras cosas que examinan los que saben leer es la lengua misma y sus usos. El habla es inseparable de nuestra conciencia; ha fascinado a los seres humanos y provocado reflexión seria acerca de sí misma desde las fases más remotas de la conciencia, mucho antes de que la escritura llegara a existir. Los proverbios procedentes de todo el mundo son ricos en observaciones acerca de este fenómeno abrumadoramente humano del habla en su forma oral congénita, acerca de sus poderes, sus atractivos, sus peligros. El mismo embeleso con el habla oral continúa sin merma durante siglos después de entrar en uso la escritura.

En Occidente, entre los antiguos griegos, la fascinación se manifestó en la elaboración del arte minuciosamente elaborado y vasto de la retórica, la materia académica más completa de toda la cultura occidental durante dos mil años. En el original griego, techne rhetorike “arte de hablar” (por lo común abreviado a sólo rhetorike), en esencia se refería al discurso oral, aunque siendo un “arte” o ciencia sistematizado o reflexivo —por ejemplo, en el Arte Retórica de Aristóteles—, la retórica era y tuvo que ser un producto de la escritura. Rhètorikè o retórica, significaba básicamente el discurso público o la oratoria que, aun en las culturas tipográficas y con escritura, durante siglos siguió siendo irreflexivamente, en la mayoría de los casos, el paradigma de todo discurso, incluso el de la escritura (Ong, 1967b, pp. 58-63; Ong, 1971, pp. 27-28). Así pues, desde el principio la escritura no redujo la oralidad sino que la intensificó, posibilitando la organización de los “principios” o componentes de la oratoria en un “arte” científico, un cuerpo de explicación ordenado en forma consecutiva que mostraba cómo y por qué la oratoria lograba y podía ser dirigida a obtener sus diversos efectos específicos.

No obstante, era difícil que los discursos —u otras producciones orales cualesquiera— estudiados como parte de la retórica, pudieran ser las alocuciones mientras éstas eran recitadas oralmente. Después de pronunciar el discurso, no quedaba nada de él para el análisis. Lo que se empleaba para el “estudio” tenía que ser el texto de los discursos que se habían puesto por escrito, comúnmente después de su declamación y por lo regular mucho más tarde (en el mundo antiguo nadie, salvo los oradores vergonzosamente incompetentes, solía hablar con base en un texto preparado de antemano palabra por palabra; Ong, 1967b, pp. 56-58). De esta manera, aun los discursos compuestos oralmente se estudiaban no como tales, sino como textos escritos.

Por otra parte, además de la transcripción de las producciones orales tales como los discursos, con el tiempo la escritura produjo composiciones rigurosamente escritas, destinadas a su asimilación a partir de la superficie escrita. Tales composiciones reforzaron aún más la atención a los textos, pues las composiciones propiamente escritas se originaron sólo como textos, aunque muchas de ellas por lo común fueran escuchadas y no leídas en silencio, desde las historias Tito Livio hasta la Comedia de Dante y obras posteriores (Nelson, 1976-1977; Bäuml, 1980; Goldin, 1973; Cormier, 1974; Ahern, 1982).