Ortega y Gasset (Obra V) – Modernidade

Excertos de Obra Completa Tomo 5 – Ortega y Gasset

Galileo nos interesa no así como así, suelto y sin más, frente a frente él y nosotros, de hombre a hombre. A poco que analicemos nuestra estimación hacia su figura, advertiremos que se adelanta a nuestro fervor, colocado en un preciso cuadrante, alojado en un gran pedazo del pretérito que tiene una forma muy precisa: es la iniciación de la Edad Moderna, del sistema de ideas, valoraciones e impulsos que ha dominado y nutrido el suelo histórico que se extiende precisamente desde Galileo hasta nuestros pies. No es, pues, tan altruista y generoso nuestro interés hacia Galileo como al pronto podíamos imaginar. Al fondo de la civilización contemporánea, que se caracteriza entre todas las civilizaciones por la ciencia exacta de la naturaleza y la técnica científica, late la figura de Galileo. Es, por tanto, un ingrediente de nuestra vida y no uno cualquiera, sino que en ella le compete el misterioso papel de iniciador.

Pero se dice, y tal vez con no escaso fundamento, que todos esos principios constitutivos de la Edad Moderna se hallan hoy en grave crisis. Existen, en efecto, no pocos motivos para presumir que el hombre europeo levanta sus tiendas de ese suelo moderno donde ha acampado durante tres siglos y comienza un nuevo éxodo hacia otro ámbito histórico, hacia otro modo de existencia. Esto querría decir: la tierra de la Edad Moderna que comienza bajo los pies de Galileo termina bajo nuestros pies. Éstos la han abandonado ya.

Pero, entonces, la figura del gran italiano cobra para nosotros un interés más dramático, entonces nos interesa mucho más interesadamente. Porque si es cierto que vivimos una situación de profunda crisis histórica, si es cierto que salimos de una Edad para entrar en otra, nos importa mucho: 1.°, hacernos bien cargo, en rigorosa fórmula, de cómo era ese sistema de vida que abandonamos; 2.°, qué es eso de vivir en crisis histórica; 3.°, cómo termina una crisis histórica y se entra en tiempo nuevo. En Galileo y Descartes termina la mayor crisis por que ha pasado el destino europeo -una crisis que comienza a fines del siglo XIV y no termina hasta los albores del XVII. Al fin de ella, como divisoria de las aguas y cima entre dos edades, se alza la figura de Galileo. Con ella el hombre moderno entra en el mundo moderno. Nos interesa, pues, sobremanera hacernos cargo de aquella crisis y de este ingreso. Todo entrar en algún sitio, todo salir de algún recinto es un poco dramático; a veces, lo es mucho- de aquí las supersticiones y los ritos del umbral y del dintel. Los romanos creían en dioses especiales que presidían a esa condenación de enigmático destino que es el salir y es el entrar. Al dios del salir llamaban Abeona, al dios del entrar llamaban Adeona. Si, en vez del dios pagano, decimos, con un vocablo cristianizado, patrono, nada puede parecer más justificado que hacer a Galileo patrono abeona en nuestra salida de la modernidad, patrono adeona de nuestro ingreso en un futuro palpitante de misterio.

Todo el que se ha acercado a estudiar la etapa europea que va de 1400 a 1600 se ha dado cuenta de que es entre todos los períodos de nuestra historia occidental el más confuso y hoy por hoy indominado. En 1860 publicó Jacobo Burckhardt su Cultura del Renacimiento en Italia. Por vez primera la palabra Renacimiento, que andaba vagando desde Vasari con significaciones indecisas, cobra un sentido preciso y representa la definición de un tiempo histórico. Era un primer ensayo de aclaración que ponía un esquema de orden sobre tres siglos de confusa memoria. Una vez más se pudo ver que el conocimiento no consiste en poner al hombre frente a la pululación innumerable de los hechos brutos, de los datos nudos. Los hechos, los datos, aun siendo efectivos, no son la realidad, no tienen ellos por sí realidad y como no la tienen, mal pueden entregarla a nuestra mente. Si para conocer, el pensamiento no tuviese otra cosa que hacer sino reflejar una realidad que está ya ahí, en los hechos, presta como una virgen prudente esperando al esposo, la ciencia sería cómoda faena y hace muchos milenios que el hombre habría descubierto todas las verdades urgentes. Mas acontece que la realidad no es un regalo que los hechos hacen al hombre. Siglos y siglos los hechos siderales estaban patentes ante los ojos humanos y, sin embargo, lo que estos hechos presentaban al hombre, lo que estos hechos patentizaban no era una realidad, sino todo lo contrario, un enigma, un arcano, un problema, ante el cual se estremecía de pavor. Los hechos vienen a ser, pues, como las figuras de un jeroglífico. ¿Han reparado ustedes en la paradójica condición de tales figuras? Ellas nos presentan ostentosamente sus clarísimos perfiles, pero ese su claro aspecto está ahí precisamente para plantearnos un enigma, para producir en nosotros confusión. La figura jeroglífica nos dice: «¿Me ves bien? Bueno, pues eso que ves de mí no es mi verdadero ser. Yo estoy aquí para advertirte que yo no soy mi efectiva realidad. Mi realidad, mi sentido está detrás de mí, oculto por mí. Para llegar a él tienes que no fiarte de mí, que no tomarme a mí como la realidad misma, sino, al contrario, tienes que interpretarme y esto supone que has de buscar como verdadero sentido de este jeroglífico otra cosa muy distinta del aspecto que ofrecen sus figuras».

La ciencia es, en efecto, interpretación de los hechos. Por sí mismos no nos dan la realidad, al contrario, la ocultan, esto es, nos plantean el problema de la realidad. Si no hubiera hechos no habría problema, no habría enigma, no habría nada oculto que es preciso des-ocultar, des-cubrir. La palabra con que los griegos nombraban la verdad es alatheia, que quiere decir descubrimiento, quitar el velo que oculta y cubre algo. Los hechos cubren la realidad y mientras estemos en medio de su pululación innumerable estamos en el caos y la confusión. Para des-cubrir la realidad es preciso que retiremos por un momento los hechos de en torno nuestro y nos quedemos solos con nuestra mente. Entonces, por nuestra propia cuenta y riesgo, imaginamos una realidad, fabricamos una realidad imaginaria, puro invento nuestro; luego, siguiendo en la soledad de nuestro íntimo imaginar, hallamos qué aspecto, qué figuras visibles, en suma, qué hechos produciría esa realidad imaginaria. Entonces es cuando salimos de nuestra soledad imaginativa, de nuestra mente pura y aislada y comparamos esos hechos que la realidad imaginada por nosotros produciría con los hechos efectivos que nos rodean. Si casan unos con otros es que hemos descifrado el jeroglífico, que hemos descubierto la realidad que los hechos cubrían y arcanizaban.

Esta faena es la ciencia; como se ve consiste en dos operaciones distintas. Una puramente imaginativa, creadora, que el hombre pone de su propia y libérrima sustancia; otra confrontadora con lo que nos es el hombre, con lo que le rodea, con los hechos, con los datos. La realidad no es dato, algo dado, regalado -sino que es construcción que el hombre hace con el material dado.

No debía ser necesario hacer constar esto: todo el que se ocupa de labores científicas debiera saberlo. Toda la ciencia moderna no ha hecho sino eso y sus creadores sabían muy bien que la ciencia de los hechos, de los fenómenos tiene en un cierto momento que desentenderse de éstos, quitárselos de delante y ocuparse en puro imaginar. Así, por ejemplo: los cuerpos lanzados se mueven de innumerables modos, suben, bajan, siguen en su trayecto las curvas más diversas, con las más distintas velocidades. En tan inmensa variedad nos perdemos y por muchas observaciones que hagamos sobre los hechos del movimiento, no lograremos descubrir el verdadero ser del movimiento. ¿Qué hace, en cambio, Galileo? En vez de perderse en la selva de los hechos entrando en ellos como pasivo espectador, comienza por imaginar la génesis del movimiento en los cuerpos lanzados cujus motus generationem talem constituo. Mobile quoddam super planum horizontale proiectum mente concipio omni secluso impedimento.

Así inicia Galileo la Jornada cuarta de su libro postrero titulado Diálogo de las nuevas ciencias o Discorsi e dimostrazione in torno a due nuove science attenenti a la Mecanica ed ai movimenti locali. Estas nuevas ciencias son, nada menos, la física moderna.

«Concibo por obra de mi mente un móvil lanzado sobre un plano horizontal y quitando todo impedimento.» Es decir, se trata de un móvil imaginario en un plano idealmente horizontal y sin estorbo alguno -pero esos estorbos, impedimentos que Galileo imaginariamente quita al móvil son los hechos-, ya que todo cuerpo observable se mueve entre impedimentos, rozando otros cuerpos y por ellos rozado. Comienza, pues, por construir idealmente, mentalmente, una realidad. Sólo cuando tiene ya lista su imaginaria realidad observa los hechos, mejor dicho, observa qué relación guardan los hechos con la imaginada realidad.

Pues bien, yo tengo la convicción de que se avecina un espléndido florecimiento de las ciencias históricas debido a que los historiadores se resolverán a hacer mutatis mutandis, frente a los hechos históricos, lo mismo que Galileo inició frente a los físicos. Se convencerán de que la ciencia, se entiende toda ciencia de cosas, sean éstas corporales o espirituales, es tanto obra de imaginación como de observación, que esta última no es posible sin aquella -en suma, que la ciencia es construcción.

Este carácter, en parte al menos, imaginativo de la ciencia hace de ella una hermana de la poesía. Pero entre la imaginación de Galileo y la de un poeta hay una radical diferencia: aquélla es una imaginación exacta. El móvil y el plano horizontal que con su mente concibe son figuras rigorosamente matemáticas. Ahora bien, la materia histórica no tiene nada esencial que ver con lo matemático. ¿Tendrá por ello que renunciar a ser una construcción, es decir, una ciencia y declararse irremediablemente poesía? ¿O cabe una imaginación que, sin ser matemática, preste a la historia el mismo servicio de rigor constructivo que la mecánica presta a la física? ¿Cabe una cuasi-mecánica de la historia?